—¿Qué edad tenés?
—Veintiuno.
—¡Qué chiquita que sos, por dios!
(Bueno, no es tan chiquita como para invocar a Dios ante tamaño milagro. Sin ir más lejos, yo mismo conozco a dos o tres personas aún más jóvenes.)
—Contame: qué hacés.
—Trabajo en la máquina de pomos, en la cinta... van cayendo y yo los pongo en los estuches.
...
—Hola, Gustavo, ¿vos qué hacés? Contame.
—Soy operario de la máquina llenadora de pomos...
—O sea, le llenás el pomo a Yanina… ¡está bueno, ja ja ja!
—...los que las chicas después estuchan.
El problema no es que alguien haya hecho un comentario desubicado, porque a cualquiera le pasa alguna vez decir algo impropio, y la señora que les cuento, en ese sentido, tiene la desventaja de que al abusar de la difusión pública de cuanto dice esos resbalones quedan registrados.
Tampoco es desusado decir “me la dejó picando, ¿qué querías que hiciera?”, cuando metimos una broma que calzaba justo en el diálogo, pero no en la circunstancia.
Pero sí importan otras cosas. Una, el contenido del comentario, su anclaje en la realidad: ¿qué “pomo” le puede llenar Gustavo a Yanina? ¿Tiene un “pomo” Yanina? El mecanismo del chiste es imperfecto porque, hasta donde sabemos, no es posible que Gustavo le llene pomo alguno a Yanina: no se imponía, no había “quedado picando”.
Dos: además, esa broma de una intención sexual tan grosera es inapropiada si es dirigida a dos personas que son simplemente compañeras de trabajo: tendrá consecuencias incómodas en su ámbito de labor, las cuales pueden ser aún peores en el medio familiar o afectivo de ambos.
Esta falta de respeto de decirle públicamente cualquier cosa a los “inferiores”, propia de dueño de estancia intocable, es una característica que se acentúa día a día en la señora a la cual me refiero.
“Dale, dale, sigamos que nadie se dio cuenta, ja ja ja.”
No es así: algunos nos venimos dando cuenta. Y no nos da risa.
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