Mirta Antonelli, especialista en sociosemiótica, asegura que las empresas transnacionales cooptan, intimidan y desprestigian a vecinos, referentes sociales y funcionarios para lograr sus objetivos.
Lenguaje. Antonelli estudia los discursos de la megaminería (Martín Santander/La Voz).
Al daño ambiental que se le adjudica a la megaminería, Mirta Antonelli suma el daño que las empresas transnacionales provocan a las instituciones en los territorios donde se instalan. Antonelli es investigadora de la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Córdoba, especializada en sociosemiótica.
“El discurso de estas empresas está montado sobre una gran estigmatización y descalificación de pobladores, académicos y referentes sociales que hace años que están diciendo que este modelo no es sustentable por definición, porque la escala de la megaminería es insustentable”, dice.
Esa desigualdad se acentúa por el apoyo del Estado, que definió la megaminería como plan estratégico. Entiende que la salida es discutir una nueva política minera que elimine las normativas impuestas en la década de 1990.
–¿Cómo surgen las asambleas de vecinos en contra de la megaminería si Argentina no tiene tradición minera?
–El emergente de lucha contra la megaminería es Esquel. En 2003, los vecinos de esta ciudad lograron por medio de un plebiscito impedir que se instalara un emprendimiento minero. Pero Esquel aprende mucho de Catamarca, donde ya había asambleas. A su vez, Esquel estaba felizmente impactada por el primer gran “no” a la minería en América latina que es Tambo Grande en Perú, en 2001. Así como el modelo extractivo es transnacional y su modus operandi se despliega en todos los países de la región, también las resistencias se comunican entre ellas y comparten experiencias.
–El reclamo de Esquel se nacionalizó, pero después hubo un silencio sobre la megaminería. ¿Por qué?
–En 2005 hubo una gran acción colectiva y ciudadana en San Juan para impedir la instalación de la mina Veladero. Pero por un conjunto de condiciones políticas, institucionales y mediáticas de San Juan, la protesta quedó reducida al territorio. Además, en 2006, el gran emergente en el discurso público sobre temas ambientales fue Gualeguaychú, que eclipsó los conflictos mineros. San Juan siguió peleando en la asamblea y en otros espacios. Pero el clima se enrareció. La Universidad de San Juan fue cooptada y muchos académicos se tuvieron que ir. También periodistas. Tampoco se sabe que hay un desaparecido en democracia en San Juan.
–¿Esquel fue el único sitio donde se le pudo decir que no a la megaminería?
–Los tratados internacionales dicen que las megamineras no pueden instalarse si no es con el permiso de las comunidades afectadas, que deben ser debidamente informadas sobre el proyecto. Esto implica hacer un plebiscito. Pero no se respeta nada de esto. La megaminería corroe las instituciones. En San Juan, ninguna de las solicitudes de los pobladores de Jáchal, Calingasta o Iglesias fue respondida favorablemente, por lo que las comunidades nunca pudieron pronunciar su rechazo a la megaminería.
El resurgir de un discurso
–¿Qué circunstancias se dieron ahora para que se visibilice el problema minero?
–Podríamos hacer una cronología sobre qué acontecimientos impactaron. Por ejemplo, la discusión en 2009 dentro de las universidades sobre los fondos de la mina La Alumbrera. Y en el marco de una acción en la Justicia contra el gerente de esta mina, Julián Patricio Rooney, por daños graves contra la salud pública por contaminación, quien también tiene causas por evasión fiscal y contrabando de minerales. También hubo una enorme proliferación de estudios sobre esta problemática, no sólo en la región, sino en países centrales.
–¿Algún ejemplo?
–En 2010, la Comunidad Europea debatió el tema y su Parlamento prohibió la megaminería con cianuro. Pero esa ley también se refiere a procesos de contaminación ya ocurridos, a la imperiosa necesidad de cuidar los reservorios de agua, a contribuir a proteger la biodiversidad, y habla de la mala praxis de estas empresas y el incumplimiento de normas ambientales y laborales.
–¿Hay una alternativa a este modelo para la minería en Argentina?
–Falta un gran debate en el país para definir qué tipo de minería, a qué escala, dónde y para qué modelo de país; es decir, con qué proceso de industrialización y para abastecer qué necesidades. Nunca se dio este debate porque el marco normativo se impuso en la década de 1990. La megaminería responde al mercado y al sistema financiero, que no tienen límites. No es un parámetro para elaborar una política pública porque el mercado se basa en la acumulación por desapropiación de bienes no renovables.
–¿Hay algún signo de que ese debate pueda darse ahora?
–Hasta ahora, la única respuesta que hemos tenido es represión. Y la represión la ejecutan los gobiernos, que también han mantenido las leyes de la década de 1990 e incluso las han jerarquizado. A partir de 2004, la megaminería se convierte en un plan estratégico nacional, lo cual implica que todo el aparato del Estado está al servicio de estos proyectos.
–¿Qué consecuencias se imagina si continúa este modelo?
–No hace falta imaginar qué puede pasar en Argentina, sólo hay que ver lo que ocurre en Perú. Hace 20 años que tienen megaminería y es un país devastado. Hay ciudades declarada invivibles en las regiones de Apurímac, Pasco, Morococha, La Oroya y Choropampa. En 2009, el Congreso de Perú declaró de interés público el traslado de tres ciudades. Perú ya tiene contaminadas las aguas y le queda muy poca. La megaminería se queda con toda el agua. En el sector minero, ya en 2006 el agua aparecía como “recurso minero escaso”.
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