“El primer problema de los cultivos transgénicos concierne al poder y al control”, afirma Raj Patel en su célebre libro Obesos y Famélicos (editorial El Lince), y luego explica por qué si todo este asunto fuera una novela, los villanos estarían alojados en las oficinas centrales de empresas químicas como Monsanto –dueña del 80 por ciento de la biotecnología que se aplica en el mundo–. La historia de esta compañía con los alimentos comenzó en los ’60, cuando terminada la carrera bélica que tantos ceros había sumado a sus cuentas, se lanzaron a la fabricación de potentes fertilizantes que terminaran con las plagas del mundo. Esas ventas fueron muy exitosas pero incomparables al negoción que el futuro próximo les ofrecería cuando sus científicos anunciaran la llegada de las primeras semillas modificadas genéticamente para resistir el fertilizante en cuestión. Aprobado por la FDA con una celeridad nunca antes vista, los cereales pasaron a tener un gen (de una bacteria, de un hongo, de otra planta) que desde entonces los hace soportar los químicos o actuar directamente como fertilizante. Esa tecnología aplicada a las semillas se patentó, volviendo los cultivos desde su primera instancia productos con copyright, y cambiando un sistema agrícola milenario: “Si hace unos años el 75 por ciento de los 1500 millones de granjeros del mundo dependían del acopio y replante de semillas para hacer funcionar su negocio, hoy el acopio está prohibido y esas personas tienen que comprarles sus semillas a las empresas año tras año”, explica en The Future of Food. Así se logró lo que se ve muy bien reflejado en el documental Dying in abundance: en manos de emporios los cereales se volvieron comodities para jugar en la Bolsa, alcanzando precios absurdos teniendo en cuenta su superproducción y volviéndolos imposibles para el bolsillo de quien realmente los necesita para subsistir.
Viendo esas películas y la imperdible El Mundo según Monsanto, se derriba una de las primeras mentiras con las que este sistema avanzó: frenar el hambre. La otra (la biotecnología permitiría el uso de plaguicidas prácticamente inocuos) se choca de frente con quienes viven en contacto con el glifosato y muestran altísimos índices de enfermedades respiratorias crónicas, distintos tipos de cáncer, eruptivas, abortos y nacimientos con malformaciones.Por último, está el peligro que se esconde en el consumo de transgénicos (tanto si se comen los granos como por medio de la carne de los animales alimentados con ellos, los huevos, los lácteos y todos los alimentos procesados: aproximadamente el 75 por ciento de los que existen contienen entre sus ingredientes derivados de granos transgénicos). El francés Giles Eric Seralini es una eminencia en la materia y aparece citado en cuanto libro haya sobre el asunto o dando su testimonio en casi todas las películas, al igual que el microbiólogo mexicano de la Universidad de California en Berkeley Ignacio Chapela. Ambos repiten cada vez que pueden que los transgénicos no tuvieron el tiempo de estudio que se hubiera necesitado para aprobar su consumo, pero que las consecuencias se ven a diario en los hospitales del mundo. Graves alergias, intolerancias gástricas crónicas, enfermedades nerviosas, problemas hormonales, infertilidad, entre otras patologías (sumadas a los conflictos sociopolíticos que traen aparejados) hicieron que la Unión Europea prohibiera los transgénicos en sus países y mantenga hasta hoy una rigurosa ley de etiquetado para su consumo o importación. El resto de los países, en cambio, sigue a Estados Unidos en su política de no información y expansión de este tipo de cultivos.
Para peor, la transgénesis no se practica únicamente sobre cereales. También se hacen pruebas en frutas, verduras y animales. El último adelanto de la ciencia en esta materia nos habla de un salmón al que se le incorporó el gen de un pez de aguas heladas que le provoca un apetito incesante y lo hace crecer un 25 por ciento más que el salmón salvaje.
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