En una estadística económica deberían, y por mucho, incorporarse los daños medioambientales –es decir, los costes ecológicos y sociales reales— de nuestro obsoleto modo de producir privado-capitalista. A diferencia de lo ocurrido en crisis económicas mundiales pasadas, ahora no tenemos ya mucho tiempo para una transformación que, desde luego, no vendrá por sí sola. Y lo cierto es que resulta de todo punto necesaria, si queremos que este planeta siga siendo habitable. Y eso significa, ni más ni menos, que despedirse de la ideología del crecimiento.
Todos juran por el crecimiento, todo se fía al crecimiento. Cualquier incrementillo estadístico del crecimiento –0,3%, o más, o menos— se celebra como un gran triunfo. China, India, los EEUU vuelven por ahora a mostrar tasas de crecimiento, las bolsas suben; sólo Europa anda a la zaga. No hay gobierno que pueda permitirse renunciar a la promoción del crecimiento.
En tales circunstancias, y como era de esperar en medio de una crisis económica mundial, la cumbre climática de Copenhague de finales de 2009 constituyó un fracaso estrepitoso. Pues la única recta consecuencia que podía sacarse de ese encuentro era patente: tomar en serio los costes, inmensos y rápidamente crecientes, del cambio climático y plantearse sin mayores dilaciones el desafío abrigado por esta sencilla pregunta: ¿quién debe cargar a escala planetaria con los costes de una transición hacia otro tipo de crecimiento y de desarrollo? Los países subdesarrollados o en vías de desarrollo presentaron en Copenhague su factura al Norte rico. Y éste se negó a pagarla.
Entronizado a substituto de la religión
Un estudio de la ONU acaba de perfilar con mayor detalle esa factura: por ramas industriales y sectores diferenciados. También podría hacerse por países y regiones, con análogas consideraciones en punto a las medidas, mundiales y regionales, imprescindibles para detener el cambio climático, mantener la diversidad biológica y evitar los peores daños medioambientales. Mas este tipo de cálculos no quitan en nada a lo que es crucial en la situación a que hemos llegado: hemos entronizado el fetichismo del crecimiento a una especie de substituto de la religión, incrustándolo en nuestro aparentemente objetivo cómputo de reglas y cifras de la estadística pública, por otro nombre, contabilidad nacional (CN). El producto interior bruto (PIB) de la CN oficial no ofrece, sin embargo, más que una imagen muy menguada, y en parte, falsa, del conjunto de las actividades económicas de un país. Sirve a una política obsesionada con el crecimiento, en pos, pues, de una quimera harto afín al el estilo dominante en el pensamiento económico.
No se trata, y hoy menos que nunca, de una cuestión académica, pues en una estadística económica deberían, y por mucho, incorporarse los daños medioambientales –es decir, los costes ecológicos y sociales reales— de nuestro obsoleto modo de producir privado-capitalista. A diferencia de lo ocurrido en crisis económicas mundiales pasadas, ahora no tenemos ya mucho tiempo para una transformación que, desde luego, no vendrá por sí sola. Y lo cierto es que resulta de todo punto necesaria, si queremos que este planeta siga siendo habitable. Y eso significa, ni más ni menos, que despedirse de la ideología del crecimiento.
Un capitalismo sin crecimiento, estancamiento y depresión duradera, un capitalismo de prosperidad permanentemente sostenible, es como la cuadratura del círculo. Un ejercicio que sólo cuadra a costa de abandonar el círculo del pensamiento económico unitariamente integrado. Hace mucho que se propugna un crecimiento cero, o incluso negativo, la transición al estancamiento o aun al decrecimiento. Ninguna de ambas variantes es factible sin una radical reestructuración de la economía, sin el desplazamiento y la reconfiguración de ramas enteras, de industrias, de regiones y de redes comerciales. Y aquí coinciden con la idea de un capitalismo verde, ecológicamente reformado, conjurado en la fórmula del crecimiento sostenible. Pero el esquema de un crecimiento cero o aun negativo va visiblemente más allá de eso que actualmente compone el consenso verde. Lleva derecho al fin del “desarrollo”, y con eso, al núcleo del problema. La cuestión es clara y sencilla: si podemos o no permitirnos todavía el capitalismo en su forma actual (el neoliberalismo sumado a los recibidos modos de producir hiperindustriales, fundados en la energía fósil); si todavía podemos permitirnos toda esta desapoderada destrucción de recursos, todo este terrible despilfarro de fuerza de trabajo, este inmenso hiato entre la riqueza privada y la miseria social. La cuestión, ni que decir tiene, se nos plantea en el Norte global de manera distinta a como se plantea en el Sur. Nosotros podemos concebir plausiblemente un crecimiento estrictamente reglamentado, una redistribución y una reasignación reguladas de nuestros recursos. Y eso, aun si una reestructuración eco-social de la economía montara tanto como una revolución. ¿Pero pueden los países del otrora “Tercer Mundo” –empujados por los actores del Norte global a un desarrollo conforme al modelo septentrional, y así, convertidos en dependientes del mercado mundial— despedirse resueltamente del crecimiento?
Dogmas achacosos
La miseria, la destrucción social y medioambiental en los países industriales ricos constituyen un escándalo cotidiano que clama al cielo. Y sin embargo, palidece en comparación con la miseria, la destrucción medioambiental y la aniquilación de economías campesinas de subsistencia en los países africanos y asiáticos. En el caso de las ramas y empresas más nocivas para el medio ambiente en los países del Norte, se pueden –voluntad política mediante— mitigar daños con sanciones e intervenciones directas. . Se puede incluso poner brida al tráfico automovilístico y aéreo, si se quiere. Se puede reestructurar la entera base energética de nuestros modos de vivir de economizar en unas pocas décadas (aun si la intervención radical en la propiedad privada no sólo afecte a algunos, sino a muchos).
Pero no se puede proteger las selvas y mantener la biodiversidad, sin frenar el “desarrollo” en los países subdesarrollados y en vías de desarrollo. Para eso se precisa una ulterior “revolución verde” y una reestructuración de la agricultura. En vez de industrias agroexportadoras, en vez de monocultivos y grandes plantaciones, deberíamos, o bien mantener las economías de subsistencia de los Estados afectados, o disponernos nosotros mismos a un cambio radical de la división internacional del trabajo. Esa nueva división no puede acontecer conforme al viejo modelo, con industrias de tecnología punta aquí, y allá, en el Sur, agricultura. Las propias exigencias de los países en vías de desarrollo han roto ya con ese modelo. Para dar sólo un ejemplo de la radicalidad del cambio exigible: si Europa quiere cooperar con los Estados BRIC (Brasil, Rusia, India, China), tendrá que despedirse del achacoso dogma milagrero del libre comercio, junto con el resto de artículos de fe de la Organización Mundial de Comercio (OMC). www.ecoportal.net
Michael R. Krätke, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es profesor de política económica y derecho fiscal en la Universidad de Ámsterdam, investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social de esa misma ciudad y catedrático de economía política y director del Instituto de Estudios Superiores de la Universidad de Lancaster en el Reino Unido.Traducción para www.sinpermiso.info: Amaranta Süss - Freitag, 5 marzo 2010
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